El autor debate con quienes consideran “inaplicable” la Ley Nacional de Salud Mental, entre los que señala a “los habituales voceros de los privilegios corporativos” y advierte que “el campo de la salud mental requiere ser pensado como un terreno en disputa”.
Por Mario Woronowski *
“La Ley de Salud Mental, ¿es inaplicable?” Esta pregunta está presente en muchas discusiones acerca de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657. Suele escucharse que, si bien el espíritu de la Ley es en sí loable, la misma adolece desde su misma concepción de fallas que la tornan inviable. Al decir de quienes esto afirman, inaplicable. Esta afirmación suele provenir de dos posiciones que, aunque muchas veces se encuentren defendiendo las mismas consignas, surgen de fuentes y de actores diferentes. No apreciar esa diferencia sería un error de graves consecuencias políticas.
Por un lado, encontramos a los habituales voceros de los privilegios corporativos. Es interesante seguir su derrotero. Mientras la ley fue proyecto, centraron sus ataques en las apocalípticas consecuencias que tendría su aprobación. Al mismo tiempo, se abstenían de participar en los numerosos foros de discusión que se realizaron entonces, mientras anunciaban que esos males serían el resultado de no haber sido consultados. Esos argumentos se desplegaron con máxima intensidad ante la Cámara de Senadores de la Nación, sin impedir que la ley fuese sancionada con acuerdo de todos los bloques.
El paso siguiente fue el intento de incidir en la reglamentación, que tampoco tuvo éxito. Desde entonces, la estrategia elegida fue declarar el acuerdo con los principios generales de la ley, y lo inviable de su implementación efectiva. ¿La razón? Se trataría de una ley de derechos humanos, que nada entiende de las complejidades de las que sólo la ciencia (entiéndase por tal la psiquiatría tal cual la conciben esas posturas corporativas) puede hacerse cargo. El interés del argumento elegido reside en sus efectos, ya que al establecer una contradicción entre el enfoque de derechos y los saberes e incumbencias propios de la atención del padecimiento mental, genera alrededor de las tareas asistenciales un halo de extraterritorialidad donde quedarían en suspenso los derechos y garantías de las personas.
No parece casual la coincidencia: es exactamente lo que deviene como efecto “natural” del manicomio. Por otro lado, la misma afirmación en boca de muchos trabajadores del castigado sistema público de salud/salud mental, suele expresar algo bien diferente: la angustiante percepción de la distancia entre los enunciados de la ley y las condiciones concretas en que la mayoría de los trabajadores desarrollan su práctica cotidiana. Estas y otras posiciones dan cuenta de que el campo de la salud mental requiere ser pensado como un terreno en disputa. Toda simplificación nos aleja del cometido que la Ley enuncia: “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos de aquellas con padecimiento mental” (Ley Nacional de Salud Mental), “vulnerados por la persistencia de un modelo manicomial obsoleto, discriminador y estigmatizante que arrasa con los derechos de quien padece y atenta contra su subjetividad” (Acta Fundacional de la Red de Salud Mental Comunitaria y Derechos Humanos).
Se entretejen en este campo deseos e intereses, y no conviene abstraer las posturas en conflicto de las posiciones que ocupan quienes las enuncian: si la ley conmociona es porque interpela las prácticas de todos los actores que se ven (o se verían) afectados por su implementación efectiva.
“La mentira puede entenderse, ciertamente, como una defensa. Mentimos para protegernos, para escapar de alguna ‘verdad’ que nos lastima, nos indigna o nos desagrada. Bien podríamos presentar la mala fe en esos términos” (Eduardo Fernández Villar. Kierkegaard, Sartre y las conductas de mala fe). Es en este sentido –y no al modo del insulto o la diatriba– como puede decirse que la pregunta sobre la aplicabilidad de la ley 26.657 es una pregunta destinada a sostener una posición de mala fe: lo es, porque el argumento de que la ley es inaplicable releva a quien se escuda en él de reconocerse en sus actos y sus decisiones. En muchos casos (y más allá de la sinceridad personal de quien lo enuncie) situándose como objeto y víctima de condiciones a las que se ve como inmutables. En otros, en ruda defensa de intereses corporativos, así se enuncien en dialecto pseudocientífico o se presenten mal vestidos de corrección política.
Me atrevo a decir que “aplicar” la ley no nos compete a los trabajadores del campo de la salud mental. Aplicar la ley es aquello que realizan los jueces al resolver una situación litigiosa conforme a derecho. A nosotros (desde los decisores políticos hasta los trabajadores de todos los niveles, especialidades y funciones) nos compete tomar posición en relación al padecimiento subjetivo y las condiciones de su atención. Aún si no existiera ley alguna, nada podría relevarnos de la responsabilidad de pronunciarnos acerca de lo que hacemos en el plano de la ética, la política y la clínica.
El acto ético de pronunciarse acerca de la supresión de derechos, del disciplinamiento de la vida cotidiana como grotesca caricatura de tratamiento, de la institucionalización del estigma, no requiere de leyes que lo protejan ni demanda garantías de éxito. Se trata de algo previo, a partir de lo cual puede comenzar a pensarse cómo y con quien construir lo que hace falta, que no es poco. No sin riesgos, dificultades o posibles fracasos.
Pero ahora la ley es una oportunidad y juega a favor; siempre que se entienda que no se trata de “aplicarla” como si fuera una matriz que, colocada sobre la realidad, le haría tomar la forma deseada. La ley no resuelve ninguna de las complejidades de la vida social ni menos las distintas formas de padecimiento subjetivo que la vida conlleva, el enfermarse entre ellas. Lo que sí hace la ley es situar a la persona que padece como sujeto de derecho y definir las condiciones que deben estar presentes (y no pueden estar ausentes) en los abordajes y los dispositivos de atención que alojen su padecer. Algo bien diferente de apropiarse del mismo como objeto de prácticas bajo el manto de la “especialidad” y arrogarse soberanía sobre los modos de abordarlo.
Describíamos antes dos posturas que –aunque coincidentes en un punto– no expresan lo mismo y demandan de quienes militamos por la plena implementación de la ley una mirada atenta y abordajes diferentes. Asistimos por un lado a una clara estrategia comunicacional corporativa que sostiene que la Ley de Salud Mental ignora y/o contradice supuestas evidencias científicas que avalarían la pertinencia del modelo psiquiátrico hegemónico y sus bastiones: primacía en la toma de decisiones y en la conducción de los equipos clínicos, creciente medicalización de la vida psíquica, y persistencia de los manicomios (piadosamente denominados “especializados”). Se trata de un curioso discurso “científico” que, perdida toda relación con la búsqueda de alguna verdad, dispara afirmaciones tan rotundas como carentes de rigor, arrogándose un supuesto saber disciplinario, sin mostrar jamás datos que corroboren lo que pretenden defender. Y que por el contrario, finge ignorar lo que hace más de dos décadas definía la OMS/OPS:
“Que la atención psiquiátrica convencional no permite alcanzar los objetivos compatibles con la atención comunitaria, descentralizada, participativa, integral, continua y preventiva”... “Que el hospital psiquiátrico ...(aísla) al enfermo de su medio, generando mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles...”. Promoviendo en su lugar “modelos alternativos centrados en la comunidad y dentro de sus redes sociales” (Declaración de Caracas, 1990).
También finge ignorar la abundante literatura científica que con solidez teórica y metodológica, y abrumadora validación empírica, da cuenta de los numerosos procesos que han sustituido con éxito al sistema manicomial en tantos países de Europa y América, para volver una y otra vez sobre la fallida reforma norteamericana de los años de 1960 y su patética secuela de “homeless”. Claro que atribuyendo ese resultado al cierre de los hospitales psiquiátricos, y no a la total carencia de dispositivos sustitutivos que entonces dejara a las personas externadas libradas a su suerte. No hay inocencia en esa omisión, como no la hay en la activa ignorancia de las numerosas experiencias de abordaje comunitario y de externación sustentable desarrolladas en nuestro propio país.
Parafraseando la célebre advertencia de Arturo Jauretche sobre los economistas, podría decirse que “cuando ciertos especialistas hablan y no se entiende, es que están mintiendo”. O al menos, ocultando la verdad. Sabemos que un cambio de paradigma no es algo que pueda sostenerse sólo en el plano discursivo: requiere de decisiones políticas, de transformaciones institucionales, de disposiciones subjetivas, de actores que invistan los procesos concretos de trabajo con voluntad, acción e inteligencia. Tales transformaciones ni surgirán por decreto ni se impondrán sin conflicto. Pero sería tan erróneo como injusto suponer que hay que empezar a crear donde no hay nada. Existe en nuestro país una riquísima historia y “se cuentan por cientos las experiencias de trabajadores que han construido y siguen construyendo alternativas acordes con la letra y el espíritu de la ley, mucho antes de que ésta fuera sancionada. Se encuentra allí un inmenso capital simbólico y experiencial en el que la implementación de la Ley puede y debe apoyarse” (Acta de constitución de la Red Nacional de SMC y DDHH).
Parte de ese capital, que prueba sin lugar a dudas que los lineamientos trazados por la ley nacional no son inaplicables, es la tarea que desde 1999 venimos desarrollando en el Programa de Rehabilitación y Externación Asistida (PREA): con esos lineamientos hace 16 años este programa público estatal desarrolla una artesanía sencilla y replicable de rehabilitación, externación, asistencia y reinserción sustentable. De eso dan cuenta cerca de 80 mujeres externadas viviendo en la comunidad.
La puesta en marcha del PREA precede en 11 años a la promulgación de la Ley Nacional de Salud Mental y fue fruto de la decisión política de comenzar a revertir la ominosa realidad del manicomio, apoyándose en los propios trabajadores y recursos del hospital público, en el peor marco social y económico posible: aquel que culminaría en apenas dos años con el estallido de diciembre de 2001.
Sus puntos de partida fueron simples: la convocatoria a trabajar para restituir derechos a las personas privadas de los mismos por la institución manicomial, la convicción de que no debe estar internado quien no lo necesita, y la certeza de que debe ser tratado con respeto por su dignidad y acompañado hacia el ejercicio de la mayor autonomía posible en cada situación.
No ignoramos que entre esta experiencia acotada y la necesaria transformación de los sistemas de salud media una enorme distancia. Pero nuestra práctica –entre muchas otras– no deja dudas de que terminar con el sistema manicomial es posible, siempre que exista la decisión de redistribuir los recursos, convocar voluntades, crear los dispositivos sustitutivos.
Esto interpela tanto a las autoridades de las diferentes jurisdicciones, sectores y niveles de decisión, como a los trabajadores de todas las especialidades y categorías y a la comunidad toda. A las autoridades, a remover los obstáculos políticos, jurisdiccionales, sectoriales y administrativos que operan como soportes objetivos del sistema que se pretende modificar; sin lo cual todo proyecto de transformación termina siendo gestualidad vacía. A todos los trabajadores, a desnaturalizar rutinas para rescatar, consolidar y multiplicar cada buena práctica y cada gesto humanizante; y a quienes nos formamos como profesionales, a deponer emblemas identitarios en beneficio de una clínica de la complejidad que se nutra de los saberes sin disciplinarse a los límites corporativos. A la comunidad, a hacerse sujeto en la gestión de su propia salud, a desechar el estigma, y a incorporar la aceptación de la diferencia como un insumo de la calidad de vida democrática.
“La Ley de Salud Mental, ¿es inaplicable?” Esta pregunta está presente en muchas discusiones acerca de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657. Suele escucharse que, si bien el espíritu de la Ley es en sí loable, la misma adolece desde su misma concepción de fallas que la tornan inviable. Al decir de quienes esto afirman, inaplicable. Esta afirmación suele provenir de dos posiciones que, aunque muchas veces se encuentren defendiendo las mismas consignas, surgen de fuentes y de actores diferentes. No apreciar esa diferencia sería un error de graves consecuencias políticas.
Por un lado, encontramos a los habituales voceros de los privilegios corporativos. Es interesante seguir su derrotero. Mientras la ley fue proyecto, centraron sus ataques en las apocalípticas consecuencias que tendría su aprobación. Al mismo tiempo, se abstenían de participar en los numerosos foros de discusión que se realizaron entonces, mientras anunciaban que esos males serían el resultado de no haber sido consultados. Esos argumentos se desplegaron con máxima intensidad ante la Cámara de Senadores de la Nación, sin impedir que la ley fuese sancionada con acuerdo de todos los bloques.
El paso siguiente fue el intento de incidir en la reglamentación, que tampoco tuvo éxito. Desde entonces, la estrategia elegida fue declarar el acuerdo con los principios generales de la ley, y lo inviable de su implementación efectiva. ¿La razón? Se trataría de una ley de derechos humanos, que nada entiende de las complejidades de las que sólo la ciencia (entiéndase por tal la psiquiatría tal cual la conciben esas posturas corporativas) puede hacerse cargo. El interés del argumento elegido reside en sus efectos, ya que al establecer una contradicción entre el enfoque de derechos y los saberes e incumbencias propios de la atención del padecimiento mental, genera alrededor de las tareas asistenciales un halo de extraterritorialidad donde quedarían en suspenso los derechos y garantías de las personas.
No parece casual la coincidencia: es exactamente lo que deviene como efecto “natural” del manicomio. Por otro lado, la misma afirmación en boca de muchos trabajadores del castigado sistema público de salud/salud mental, suele expresar algo bien diferente: la angustiante percepción de la distancia entre los enunciados de la ley y las condiciones concretas en que la mayoría de los trabajadores desarrollan su práctica cotidiana. Estas y otras posiciones dan cuenta de que el campo de la salud mental requiere ser pensado como un terreno en disputa. Toda simplificación nos aleja del cometido que la Ley enuncia: “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos de aquellas con padecimiento mental” (Ley Nacional de Salud Mental), “vulnerados por la persistencia de un modelo manicomial obsoleto, discriminador y estigmatizante que arrasa con los derechos de quien padece y atenta contra su subjetividad” (Acta Fundacional de la Red de Salud Mental Comunitaria y Derechos Humanos).
Se entretejen en este campo deseos e intereses, y no conviene abstraer las posturas en conflicto de las posiciones que ocupan quienes las enuncian: si la ley conmociona es porque interpela las prácticas de todos los actores que se ven (o se verían) afectados por su implementación efectiva.
“La mentira puede entenderse, ciertamente, como una defensa. Mentimos para protegernos, para escapar de alguna ‘verdad’ que nos lastima, nos indigna o nos desagrada. Bien podríamos presentar la mala fe en esos términos” (Eduardo Fernández Villar. Kierkegaard, Sartre y las conductas de mala fe). Es en este sentido –y no al modo del insulto o la diatriba– como puede decirse que la pregunta sobre la aplicabilidad de la ley 26.657 es una pregunta destinada a sostener una posición de mala fe: lo es, porque el argumento de que la ley es inaplicable releva a quien se escuda en él de reconocerse en sus actos y sus decisiones. En muchos casos (y más allá de la sinceridad personal de quien lo enuncie) situándose como objeto y víctima de condiciones a las que se ve como inmutables. En otros, en ruda defensa de intereses corporativos, así se enuncien en dialecto pseudocientífico o se presenten mal vestidos de corrección política.
Me atrevo a decir que “aplicar” la ley no nos compete a los trabajadores del campo de la salud mental. Aplicar la ley es aquello que realizan los jueces al resolver una situación litigiosa conforme a derecho. A nosotros (desde los decisores políticos hasta los trabajadores de todos los niveles, especialidades y funciones) nos compete tomar posición en relación al padecimiento subjetivo y las condiciones de su atención. Aún si no existiera ley alguna, nada podría relevarnos de la responsabilidad de pronunciarnos acerca de lo que hacemos en el plano de la ética, la política y la clínica.
El acto ético de pronunciarse acerca de la supresión de derechos, del disciplinamiento de la vida cotidiana como grotesca caricatura de tratamiento, de la institucionalización del estigma, no requiere de leyes que lo protejan ni demanda garantías de éxito. Se trata de algo previo, a partir de lo cual puede comenzar a pensarse cómo y con quien construir lo que hace falta, que no es poco. No sin riesgos, dificultades o posibles fracasos.
Pero ahora la ley es una oportunidad y juega a favor; siempre que se entienda que no se trata de “aplicarla” como si fuera una matriz que, colocada sobre la realidad, le haría tomar la forma deseada. La ley no resuelve ninguna de las complejidades de la vida social ni menos las distintas formas de padecimiento subjetivo que la vida conlleva, el enfermarse entre ellas. Lo que sí hace la ley es situar a la persona que padece como sujeto de derecho y definir las condiciones que deben estar presentes (y no pueden estar ausentes) en los abordajes y los dispositivos de atención que alojen su padecer. Algo bien diferente de apropiarse del mismo como objeto de prácticas bajo el manto de la “especialidad” y arrogarse soberanía sobre los modos de abordarlo.
Describíamos antes dos posturas que –aunque coincidentes en un punto– no expresan lo mismo y demandan de quienes militamos por la plena implementación de la ley una mirada atenta y abordajes diferentes. Asistimos por un lado a una clara estrategia comunicacional corporativa que sostiene que la Ley de Salud Mental ignora y/o contradice supuestas evidencias científicas que avalarían la pertinencia del modelo psiquiátrico hegemónico y sus bastiones: primacía en la toma de decisiones y en la conducción de los equipos clínicos, creciente medicalización de la vida psíquica, y persistencia de los manicomios (piadosamente denominados “especializados”). Se trata de un curioso discurso “científico” que, perdida toda relación con la búsqueda de alguna verdad, dispara afirmaciones tan rotundas como carentes de rigor, arrogándose un supuesto saber disciplinario, sin mostrar jamás datos que corroboren lo que pretenden defender. Y que por el contrario, finge ignorar lo que hace más de dos décadas definía la OMS/OPS:
“Que la atención psiquiátrica convencional no permite alcanzar los objetivos compatibles con la atención comunitaria, descentralizada, participativa, integral, continua y preventiva”... “Que el hospital psiquiátrico ...(aísla) al enfermo de su medio, generando mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles...”. Promoviendo en su lugar “modelos alternativos centrados en la comunidad y dentro de sus redes sociales” (Declaración de Caracas, 1990).
También finge ignorar la abundante literatura científica que con solidez teórica y metodológica, y abrumadora validación empírica, da cuenta de los numerosos procesos que han sustituido con éxito al sistema manicomial en tantos países de Europa y América, para volver una y otra vez sobre la fallida reforma norteamericana de los años de 1960 y su patética secuela de “homeless”. Claro que atribuyendo ese resultado al cierre de los hospitales psiquiátricos, y no a la total carencia de dispositivos sustitutivos que entonces dejara a las personas externadas libradas a su suerte. No hay inocencia en esa omisión, como no la hay en la activa ignorancia de las numerosas experiencias de abordaje comunitario y de externación sustentable desarrolladas en nuestro propio país.
Parafraseando la célebre advertencia de Arturo Jauretche sobre los economistas, podría decirse que “cuando ciertos especialistas hablan y no se entiende, es que están mintiendo”. O al menos, ocultando la verdad. Sabemos que un cambio de paradigma no es algo que pueda sostenerse sólo en el plano discursivo: requiere de decisiones políticas, de transformaciones institucionales, de disposiciones subjetivas, de actores que invistan los procesos concretos de trabajo con voluntad, acción e inteligencia. Tales transformaciones ni surgirán por decreto ni se impondrán sin conflicto. Pero sería tan erróneo como injusto suponer que hay que empezar a crear donde no hay nada. Existe en nuestro país una riquísima historia y “se cuentan por cientos las experiencias de trabajadores que han construido y siguen construyendo alternativas acordes con la letra y el espíritu de la ley, mucho antes de que ésta fuera sancionada. Se encuentra allí un inmenso capital simbólico y experiencial en el que la implementación de la Ley puede y debe apoyarse” (Acta de constitución de la Red Nacional de SMC y DDHH).
Parte de ese capital, que prueba sin lugar a dudas que los lineamientos trazados por la ley nacional no son inaplicables, es la tarea que desde 1999 venimos desarrollando en el Programa de Rehabilitación y Externación Asistida (PREA): con esos lineamientos hace 16 años este programa público estatal desarrolla una artesanía sencilla y replicable de rehabilitación, externación, asistencia y reinserción sustentable. De eso dan cuenta cerca de 80 mujeres externadas viviendo en la comunidad.
La puesta en marcha del PREA precede en 11 años a la promulgación de la Ley Nacional de Salud Mental y fue fruto de la decisión política de comenzar a revertir la ominosa realidad del manicomio, apoyándose en los propios trabajadores y recursos del hospital público, en el peor marco social y económico posible: aquel que culminaría en apenas dos años con el estallido de diciembre de 2001.
Sus puntos de partida fueron simples: la convocatoria a trabajar para restituir derechos a las personas privadas de los mismos por la institución manicomial, la convicción de que no debe estar internado quien no lo necesita, y la certeza de que debe ser tratado con respeto por su dignidad y acompañado hacia el ejercicio de la mayor autonomía posible en cada situación.
No ignoramos que entre esta experiencia acotada y la necesaria transformación de los sistemas de salud media una enorme distancia. Pero nuestra práctica –entre muchas otras– no deja dudas de que terminar con el sistema manicomial es posible, siempre que exista la decisión de redistribuir los recursos, convocar voluntades, crear los dispositivos sustitutivos.
Esto interpela tanto a las autoridades de las diferentes jurisdicciones, sectores y niveles de decisión, como a los trabajadores de todas las especialidades y categorías y a la comunidad toda. A las autoridades, a remover los obstáculos políticos, jurisdiccionales, sectoriales y administrativos que operan como soportes objetivos del sistema que se pretende modificar; sin lo cual todo proyecto de transformación termina siendo gestualidad vacía. A todos los trabajadores, a desnaturalizar rutinas para rescatar, consolidar y multiplicar cada buena práctica y cada gesto humanizante; y a quienes nos formamos como profesionales, a deponer emblemas identitarios en beneficio de una clínica de la complejidad que se nutra de los saberes sin disciplinarse a los límites corporativos. A la comunidad, a hacerse sujeto en la gestión de su propia salud, a desechar el estigma, y a incorporar la aceptación de la diferencia como un insumo de la calidad de vida democrática.
Como se dijo antes, no será sin afectar intereses o sin enfrentar situaciones conflictivas. Pero si se pone en valor la experiencia acumulada y se lee con un mínimo cuidado el texto y su posterior reglamentación, no hay modo de seguir sosteniendo que la Ley 26.657 es inaplicable, que su implementación lleva al abandono de pacientes, o que promueve la retirada del Estado. Al menos de buena fe.
* Psicólogo, trabaja en el Programa de Rehabilitación y Externación Asistida en el Hospital Esteves (Provincia de Buenos Aires), miembro de la Red Nacional de Salud Mental Comunitaria y Derechos Humanos; integrante del Foro de Políticas Públicas de Salud del espacio Carta Abierta.
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