Fuente: "La Inclusión es fruto de un profundo respeto al ser humano", en Revista Andalucía Educativa
Por Ignacio Calderon Almendros*
En las últimas décadas han cambiado muchas
cosas en la escuela, pero en realidad la escuela como institución no ha
cambiado tanto. Al principio de la andadura de ir construyendo
instituciones educativas para todos y todas, las escuelas ordinarias
comenzaron a abrirse para el alumnado con discapacidad. Era un camino
penoso pero a la vez ilusionante. A lo largo de estos años, las escuelas
han ido regulando lo que erróneamente llamamos inclusión
(categorizando, etiquetando y protocolizando) hasta el punto de que
muchas familias se han visto forzadas a llevar a sus familiares a la
educación especial. Se ha convertido en una trampa, en un callejón sin
salida. Todo está cada vez más regulado y controlado, con prácticas
institucionales que encorsetan y constituyen obstáculos a la inclusión.
La ilusión inicial se ha ido perdiendo con los años, puesto que la
inclusión plantea retos complejos a todas las instituciones: a las
escuelas, a las administraciones, a las familias, las asociaciones… Pero
son retos que no podemos rehuir, porque de ello depende nuestro
progreso personal y social.
Frente a esta realidad, muchos
docentes siguen pensando que el lugar del alumnado con discapacidad está
fuera de las aulas ordinarias. El argumento más utilizado es la mejora
de la atención educativa, pero a cualquier niño o niña podría
atendérsele mejor con una ratio menor, como ocurre en las modalidades de
escolarización segregadas. Y pocas personas pensarían que es apropiado
segregar a su hijo sin discapacidad para tener una mejor atención en la
enseñanza. De alguna manera, seguimos pensando que unos tienen derecho y
otros no, que la escuela no es de todos. No hemos aprendido a
entendernos unos a otros como sujetos con los mismos derechos, a
defenderlos de manera colaborativa y a cuestionar la normalidad.
El miedo como motor
Este no cuestionar la norma nos hace plegarnos a ella, y poner bajo
sospecha a las personas. El miedo nos invade, y eso hace que nos
obsesionemos por controlar y ejercer el poder. Nos asusta no ser
aceptados, y vivimos desde la infancia un proceso de doma cognitiva y
conductual que reniega de nuestras peculiaridades. Se castigan las
diferencias, y a través del miedo nos convertimos en agentes
controladores: porque en la medida en que digo que alguien es tonto, por
ejemplo, me estoy situando como listo. Sigue en nuestro pensamiento la
concepción de las personas alineadas en una cinta métrica, en la que yo
constituyo la normalidad porque entiendo que hay otras personas que
están por detrás (retrasadas) o por debajo (subnormales). Ambos
conceptos siguen organizando nuestro pensamiento, incluso aunque no se
verbalicen a menudo, y los dos requieren de la normalidad para existir y
viceversa: si no existieran desviaciones de esa norma, no tendría
sentido la norma. Porque para que exista el sobresaliente, tiene que
haber algo típico sobre lo que sobresalir. Necesitamos devaluar al otro
para camuflarnos en la norma. Así, decir que hay un colectivo “distinto”
supone una falacia: que el resto somos iguales. Y en este proceso
perdemos parte de nuestra humanidad: al esconder nuestras diferencias,
al desterrar nuestras limitaciones, al atacar al otro para defendernos
de la exclusión.
El miedo a ser excluidos nos está conduciendo a
sobrevivir en lugar de vivir, como si estuviéramos en la selva. Como si
la colaboración que nos ha traído evolutivamente hasta aquí fuera un
estorbo en nuestras vidas y nuestras sociedades. Miedo en cadena que
sustenta la jerarquía y los protocolos, y con ello la pérdida del
sentido de la educación. Nadie parece tener responsabilidad porque todos
seguimos órdenes, en un círculo perverso que es necesario romper.
Pero esa ruptura no va a venir de la mano del poder, ni por arte de
magia gracias a las nuevas tecnologías, que parecen constituir hoy la
panacea de cualquier ensoñación educativa. Ocurrirá cuando seamos
capaces de cuestionar la función de las calificaciones y las
clasificaciones en la educación obligatoria, y de dedicarnos por
completo a que los niños y las niñas aprendan con deseo, respetando sus
ritmos, circunstancias e intereses. Esa es una escuela pública deseable,
en la que se aprenda a ser, conocer, sentir y hacer en colaboración. Un
lugar al que se desea ir, porque alberga algo deseable para los niños y
las niñas: descubrir y construir el mundo en comunidad.
Liberarse de la normalidad como organizadora de la escuela
En este camino es imprescindible mucha más participación de las
familias si queremos que todo el alumnado pueda tener éxito en la
escuela. Está sólidamente demostrado que una de las variables más
intensamente relacionadas con el éxito escolar es precisamente el grado
de participación de las familias, y esto tiene que ver con que las
familias establecen puentes entre las culturas de procedencia y la
cultura que se trabaja en la escuela, lo que nos permite como educadores
incidir en la zona de desarrollo próximo. Sin embargo, para que esto
ocurra es necesario que comencemos a ver el aula y el centro como un
espacio de vida y construcción, en lugar de un contexto de instrucción y
reproducción. La escuela debe constituir un espacio de cuestionamiento
continuo de la realidad que vivimos, que permita la transformación
social. A los niños y las niñas, pero también a las familias y a los
docentes.
Este cambio cuestiona inevitablemente los privilegios que mantenemos los que nos autodenominamos “normales”, los intereses que nos mueven. Cada uno de nosotros excluye por miedo a ser excluido, y en el mantenimiento de este orden social y escolar, creemos salir ganando. Siempre es el hijo o la hija de otro quien es excluido y en este status quo nos socializamos, naturalizando las desigualdades. Pero más allá de que puede llegar a ser nuestro hijo o nuestra hija, ya es nuestro hijo o nuestra hija. Dejar de fingir la normalidad es necesariamente poner en valor a ese hijo o hija. A pesar de que parezca lo contrario, en la tarea de desnaturalizar esas desigualdades ganamos todos y todas, porque cuestionar los privilegios no es cuestionar a las personas, sino liberarlas.
Este cambio cuestiona inevitablemente los privilegios que mantenemos los que nos autodenominamos “normales”, los intereses que nos mueven. Cada uno de nosotros excluye por miedo a ser excluido, y en el mantenimiento de este orden social y escolar, creemos salir ganando. Siempre es el hijo o la hija de otro quien es excluido y en este status quo nos socializamos, naturalizando las desigualdades. Pero más allá de que puede llegar a ser nuestro hijo o nuestra hija, ya es nuestro hijo o nuestra hija. Dejar de fingir la normalidad es necesariamente poner en valor a ese hijo o hija. A pesar de que parezca lo contrario, en la tarea de desnaturalizar esas desigualdades ganamos todos y todas, porque cuestionar los privilegios no es cuestionar a las personas, sino liberarlas.
Con los ojos en la cruda realidad
A pesar de ello, la sociedad y sus instituciones pretenden disuadir
cualquier iniciativa que cuestione fuertemente el actual curso de las
cosas. Seguimos entendiendo la educación como un molde, inamovible e
incuestionable. Esto lo ejercemos los padres y madres, los docentes y en
general es así como se produce la socialización. Necesitamos sentirnos
seguros en el grupo, y con esa arma se ejerce una suerte de chantaje
social: te doy mi amparo si te sometes a mis reglas. De esta forma,
aprendemos a situarnos del lado de las instituciones hasta el punto de
que cualquier otra opción parece fuera de toda lógica.
Esto es
lo que está ocurriendo a muchas familias en nuestro país, y que bien
puede ser ilustrado con un caso sangrante: el que vive Rubén Calleja y su familia.
Rubén es un estudiante obligado por la Junta de Castilla y León a
escolarizarse en un centro de educación especial. Los padres se han
negado y denuncian la vulneración del derecho fundamental a una
educación inclusiva, amparados en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006, ratificada por España en 2008), en su artículo 24. Sin embargo, y a pesar de haber conseguido más de 150.000 firmas solicitando
el reingreso del chico en la escuela ordinaria, Rubén lleva 4 años sin
escolarizar con la vergonzosa actuación de la administración educativa,
los tribunales y la comunidad educativa en general. Sus padres son, por
el hecho de defender los derechos de su hijo, acusados por la Fiscalía
de abandono de familia. Recientemente se han elaborado un Manifiesto jurídico y otro educativo de apoyo a la familia. El caso será defendido en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.
Es doloroso ver que un caso de una injusticia tan aberrante se sostiene
en una precariedad argumental que no debería ser difícil derribar
(romper el molde), porque decir que la opción de resistencia de esta
familia es fácil o fruto de una dejación de funciones es simplemente
irrisorio. Se pone el foco en el lugar equivocado (Rubén y su familia), y
con ello queda impensado lo que causó el problema: que la institución
escolar no está diseñada para todo el alumnado, a pesar incluso de la
legislación internacional que nos obliga a ello. Por eso es tan
importante lograr cuestionar el proyecto homogeneizador de la escuela.
Sólo así podrá transformarse para atender las necesidades de la
diversidad del alumnado.
La transformación de la escuela
Es evidente que las escuelas tienen que cambiar. Y esta improrrogable
transformación sólo puede nacer de un profundo respeto al ser humano.
Respeto a la naturaleza de los niños y las niñas, no como futuros
adultos, ni como futuros trabajadores, ni como individuos estándar.
Respeto al valor de la maternidad y la paternidad, como actividades
guiadas por el amor y la realización que trascienden infinitamente las
dinámicas de supervisión de las tareas escolares. Respeto a la docencia,
como actividad abierta a la reconstrucción continua de la realidad a
partir de las necesidades de los niños y las niñas. Y respeto a la
ciudadanía en general, como posibilidad que se genera en el ejercicio de
la participación real. Tenemos que hacer un esfuerzo por entender que
no podemos delegar las responsabilidades que nos tocan, y que cada
persona y colectivo tiene algo que aportar al resto para construir una
educación para todos y todas. Y eso sólo puede venir de la confianza
mutua y del interés compartido por contribuir al desarrollo de los niños
y las niñas, y que tiene que cristalizar en la participación. Y de la
comprensión de que la escuela no es una institución destinada a la
selección, sino a la liberación y la mejora de las personas y las
comunidades.
* Ignacio Calderón Almendros
es profesor de Teoría de la Educación en la Universidad de Málaga.
Investiga las experiencias de exclusión e inclusión educativa de
personas situadas en los márgenes, desde la discapacidad, la desventaja
sociocultural y la inmigración. En 2013 el CERMI (Comité Español de
Representantes de Personas con Discapacidad) le otorgó el Premio Discapacidad y Derechos Humanos
por su último libro: Educación y esperanza en las fronteras de la
discapacidad (Ediciones Cinca, 2014), una deconstrucción de lo que nos
separa y excluye.
Últimos libros de Ignacio Calderón:
CALDERÓN ALMENDROS, I. y HABEGGER LARDOEYT, S. (2012). Educación, hándicap e inclusión. Una lucha familiar contra una escuela excluyente. Mágina-Octaedro, Granada.
CALDERÓN ALMENDROS, I. (2014). Educación y esperanza en las fronteras de la discapacidad. Cinca, Madrid.
CALDERÓN ALMENDROS, I. (En prensa). Sin suerte pero guerrero hasta la muerte. Educación, pobreza y exclusión en la vida de Medina. Octaedro Andalucía, Granada.
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