Compartimos el artículo publicado originalmente en Página12 sobre Prisma, un programa de
salud mental que se desarrolla en la cárcel, pero como si estuviera fuera: no permite la
violencia contra los pacientes, funcionan talleres y reúne las lógicas
de salud, seguridad y derechos humanos.
Creado por Cristina Fernández de Kirchner, Prisma es un programa de salud mental en la cárcel, pero como si estuviera fuera: no permite la violencia contra los pacientes, funcionan talleres y reúne las lógicas de salud, seguridad y derechos humanos.
Por Gabriel Camoia. A la
izquierda del salón de usos múltiples, una puerta vidriada indica:
“Taller”. Adentro, siete internos de la U20 en el Complejo Penitenciario
Federal Nº 1 de Ezeiza ensamblan pequeñas bolsas de papel, de esas que
cualquier cliente recibe en un negocio cuando pide su producto “para
regalo”. Es uno de los varios talleres que se brindan en el marco del
Programa Interministerial de Salud Mental Argentino (Prisma).
Se trata de la primera experiencia de inserción de profesionales
civiles en unidades dependientes del SPF. “La idea de que alguien
aprende porque es castigado es la lógica de la cárcel. Lo que nosotros
decimos es que nadie aprende de esa manera. Que uno puede dejar de hacer
algo por miedo; pero cuando el miedo desaparece, el hábito vuelve”,
explica Jessica Muniello, psicóloga y coordinadora del programa.
Los 64 pacientes que hoy reciben atención, sufren alguna clase de
trastorno mental y están a cargo de un equipo interdisciplinario
compuesto por un psicólogo, un psiquiatra y un trabajador social.
Asisten a talleres, hacen asambleas de convivencia e indagan en aquellas
cuestiones a las que un sistema punitivo no puede llegar. Las lógicas
de salud, seguridad y derechos humanos, presentadas a veces como
incompatibles entre sí, se abren camino en el trabajo cotidiano de los
miembros del programa y las autoridades penitenciarias.
Prisma fue creado en 2011 por iniciativa de la presidenta Cristina
Fernández, mediante una resolución conjunta de los ministerios de Salud y
de Justicia y DD.HH. Anteriormente, la U20 de varones funcionaba en el
Hospital Borda y la U27 de mujeres, en el Moyano. El incendio de la U20
en junio de 2011, en el que murieron dos internos, puso en evidencia las
condiciones indignas y de completa vulneración de derechos que ahí
sufrían las personas alojadas. Esos establecimientos se desactivaron y
los internos fueron mudados a Ezeiza.
La sala donde funciona el programa parece zona de frontera. Está
enel penal, pero el funcionamiento del lugar se asemeja más bien al de
un hospital psiquiátrico con medidas de seguridad muy fuertes. Las
requisas en las habitaciones se realizan siempre bajo estricta
supervisión del personal profesional civil. Y la violencia contra los
internos no está permitida ni justificada bajo ningún concepto. “Nuestro
programa tiene un doble objetivo –dice Muniello–: brindar el mejor
tratamiento en salud mental, intentando capitalizar nuestro trabajo para
que la cárcel sea un lugar más atento a los derechos humanos.”
Los internos que circulan por las salas comunes tienen las marcas
del encierro en el cuerpo. Llevan cicatrices de cortes y hasta
quemaduras de cigarrillo en los antebrazos y las manos. “Parte de
nuestro trabajo es ver si alguien se corta porque sufre algún trastorno,
porque está angustiado o ansioso; otra cosa es que lo haga porque le
prohibieron una visita”, dice la coordinadora. En muchos casos, el
cuerpo es la única carta que tiene una persona privada de su libertad
para que sus reclamos sean escuchados.
En el patio del pabellón hay dos canchitas de fútbol y los muros
fueron pintados por los pacientes. Hay muchos soles, y hasta una
escalera imaginaria que invita a pensar la vida más allá del encierro.
Son trabajos que se hicieron en el marco de uno de los talleres de arte
del programa. Se han desarrollado otros de orientación productiva, como
el de albañilería de la Uocra, conseguido en un convenio con el
Ministerio de Trabajo y el sindicato de la construcción, “les ofrece una
salida laboral a través de un carnet que los habilita, y no aclara
dónde lo obtuvieron”, explica Muniello.
Doble marginación
“Por ley no puedo recibir visitas íntimas, tengo mujer e hija, el
sexo no es todo en una pareja, pero ayudaría a la terapia y que el
vínculo amoroso no se rompa”, escribió Francisco en la revista Expreso
Libertad, que se edita en uno de los talleres de Prisma. Los pacientes
del programa sufren lo que Jessica Muniello caracteriza como “doble
marginación”: privados de la libertad y padecer un trastorno
psiquiátrico.
Al entrar en la U20, algunos derechos de los internos quedan
“trabados”, como el que mencionaba Francisco, o hay progresividad de la
pena. En algunos casos, los padecimientos mentales resultan un castigo
más grande que la cárcel misma. La declaración de inimputabilidad de un
preso, sumada a una medida de peligrosidad, resulta, en los hechos, peor
que una condena a cadena perpetua. “Levantar una medida de peligrosidad
es casi imposible. Ningún juez quiere firmar. En algunos casos,
nosotros hemos estado dispuestos a hacerlo”, explica la coordinadora del
programa.
Pablo Vitalich forma parte del equipo de Prisma, a cargo de la
Coordinación de Docencia e Investigación. Según él, el desafío es
comprender “cuáles son las marcas que va dejando la cárcel para que
alguien quede cada vez más preso de ella”. Esto significa avanzar en la
comprensión de por qué la cárcel se convierte en un lugar al que se
vuelve, en vez de uno de donde se sale.
Punta de lanza
Desde distintas organizaciones de DD.HH., e incluso desde la
Procuración Penitenciaria, se pide por la desmilitarización de los
penales. El carácter civil de la intervención de Prisma apunta, según
sus profesionales, a “producir transformaciones de la lógica
disciplinar, punitiva y verticalista que define a la prisión”. Como
parte de ese desafío, Prisma capacita a los nuevos ingresantes en la
Escuela Penitenciaria.
En un informe elaborado en 2011 por la PP, y a propósito de la
creación de Prisma, la psicóloga Liliana Martínez consignaba que el
programa tenía la premisa de “sanitizar” la asistencia de salud mental
en la cárcel. “Habrá que ir interpretando el efecto de esta inclusión
sobre esa premisa. Si lo sanitario, a modo de derrame, se filtra en lo
carcelario o si lo carcelario le inocula sus genes a lo sanitario”,
decía la profesional en aquel entonces.
Alejandro González es el jefe de Seguridad de Prisma. Con 18 años de
carrera en el SPF, conoce a cada celador de Ezeiza y también sus
prácticas cotidianas. Además de ser alcaide, está por recibirse de
psicólogo. Por eso, los profesionales del programa pidieron expresamente
por él. “Yo notaba en los celadores que venían por primera vez acá que
no estaban muy preparados para manejar esto y entender la lógica de las
afecciones mentales”, dice.
“Comprendo el abordaje de ellos desde el punto de vista profesional.
Por supuesto que yo no los aplico, porque mi lógica de trabajo es otra.
Tratamos que el programa se mueva para un lado y que la seguridad los
acompañe”, explica. Vitalich recuerda que algunos celadores cambiaron su
idea del trato con los reos luego de su paso por Prisma.
Todavía falta. Las “Casas de medio camino”, por ejemplo, son una
cuenta pendiente en la aplicación del programa. Se supone que son la
última instancia del sistema de egreso de un interno. Su puerta de
entrada a una reinserción social sostenible y, a la vez, la puerta de
salida de la lógica de la reincidencia. La aplicación de un régimen
equivalente al de los internos comunes también es una cuenta pendiente
en línea con una política de restitución de derechos. En un momento en
el que el discurso sobre la seguridad circula con pedidos de mayores
penas y más policía, el equipo de profesionales de la U20 propone
entender el problema a través de un “prisma” distinto.
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