El silencio de la Pampa de Achala puede ser arrasador si uno se deja sorprender por su inmensidad, tan sobrecogedora como la eternidad de la piedra y el cielo juntos. Por eso, cada mañana de verano Nidia encendía la radio y la dejaba sonar a todo volumen: no podía soportar la certeza de tanta quietud. Es que venía de la ciudad: su cuerpo y su mente pasaban nueve meses entre libros y carpetas, mientras a su alrededor todos los sonidos urbanos parecían estallar. Pero, aunque la soledad abrumara de mudez a los cerros, ése era el lugar en donde quería estar. Ella había nacido allí, en la Pampa de Achala, y no había rincón del mundo que quisiera más que la casa de sus padres, hundida al final de una pendiente de montaña, para protegerse de los vientos. Pero nunca fue sencillo para un niño de la pampa querer estar todos los días en la casa de sus padres: ir a la escuela es un compromiso que demanda separaciones semanales y a veces por varias semanas, según la escuela.
Para Nidia, estudiar significó muchas mañanas y noches de lágrimas. Quería estar en su pampa, con su gente, pero a la vez debía perseguir un destino. Por eso, lo más tibio que podía contener en su pecho era la ilusión de volver un día vestida de guardapolvo. De estas cosas hablaba con el diario en una extraña tarde de verano de 1996: su casa solitaria, adonde habíamos ido en busca de testimonios, se convirtió en un encuentro de caminantes, vecinos y periodistas.
Nidia estaba de vacaciones en su casa; en el otoño volvería a estudiar a la escuela Alejandro Carbó, en la ciudad de Córdoba. Quería ser maestra. “Y sus ojos se encienden cuando se le pregunta si le gustaría enseñar en la Pampa de Achala. ‘Claro –dice–, ése es mi gran sueño’”. El testimonio quedó impreso en la edición del 4 de febrero de 1996.
El cielo con las manos. “Uno de mis sueños era ser maestra; el otro, volver a las sierras. Cuando me designaron en la Pampa de Achala, sentí que tocaba el cielo con las manos. Dar clases aquí, en una escuela rural, te llena el alma”, dice, convencida de lo bueno que está viviendo.
La de Nidia Verónica Merlo es una de las tantas historias de vocación profunda que es capaz de encender un guardapolvo de maestro, pero en su caso va unida a un profundo amor a su paisaje natal, que es uno de los más desamparados de la provincia. Y si acaso tuvo la posibilidad de cambiar de destino, sólo quiso volver a su tierra, a estar con su gente, rara parábola en un lugar donde los jóvenes piensan en marcharse porque no tienen sustento al cual aferrarse.
“No paraban de llorar en todo el viaje. Recuerdo que después de dejarlas en el colegio solía detenerme a comprar algo en un almacén cercano. Y varias veces me pasó que, al salir, las encontraba en la chata, llorando. Era realmente un momento difícil, pero si yo aflojaba y las traía de vuelta a casa, quizá nunca hubieran terminado de educarse”, decía José Antonio Merlo, padre de Nidia y de Mirna, la hermana menor (la mamá es Hilda).
Nidia pasó por todas las escuelas de la pampa: hizo primer grado en la escuela Ceferino Namuncurá (donde, por el clima, las clases se dictan de setiembre a mayo), segundo en la Martín Fierro y desde tercero a séptimo, en la escuela hogar Fray María Liqueno. Después, llegó el día de mudarse “Al principio, éramos siete chicas las que nos fuimos a Córdoba, pero después quedé yo sola. Me costaba muchísimo acostumbrarme a la ciudad, sobre todo al ruido y a los horarios. En la pampa uno dice: ‘Te veo a la mañana’, y eso puede ser de 8 a 12. En cambio, en Córdoba, cuando se dice a las 8, es a las 8”.
Miedo a los recuerdos. Hace cinco años que fue designada en la escuela Ceferino Namuncurá, conde se encontró con la directora, Esmeralda Rodríguez, que había sido su maestra en primer grado. Y desde el último mes de marzo fue afectada al Colegio Liqueno. Aunque no fue sencillo volver. Allí estaban sus recuerdos de la infancia, pero Nidia les tenía miedo: es que allí fue donde se conocieron y compartieron toda la primaria con Mario Alejandro Beltrán, quien tiempo después sería su pareja y que falleciera hace un año y medio.
La vida le había puesto otro desafío a sus sentimientos. Sin embargo, sus convicciones eran claras y siguió adelante.
“Siento que todavía la palabra maestra me queda grande”, dice a los 31 años, con siete de docente. “Pero me encanta la ruralidad, es muy valioso que los chicos se queden de lunes a viernes. Una aprende mucho con ellos, porque tiene que hacer de todo, hasta estar atenta a que no se aburran. Yo tuve la oportunidad de trabajar como suplente en una escuela de Córdoba y es una experiencia distinta. Una les enseña, pero no alcanza a conocer a los chicos como lo hacemos aquí”, cuenta.
Nubes en el patio. En la Pampa de Achala, la mayoría de la gente sigue alumbrándose con faroles; rara vez los teléfonos celulares consiguen hacer conexión y no hay un médico cerca para casos más imperiosos. “A mí lo que más me duele es que la gente se tenga que ir de aquí porque no tiene oportunidades de trabajo. En ese sentido, he sido tocada por la varita mágica. No sé, tal vez si se apoyan algunos microemprendimientos como artesanías o alguna iniciativa, la gente no tendría que emigrar”, sostiene.
A la altura de la Pampa, hay días en que las nubes se instalan en el patio de los Merlo. Por lo pronto, a Nidia ya no le duele el silencio, pues no la persiguen la ausencia y la distancia que se escondían en él, como en aquellos veranos. Además, ahora sabe que el lunes se pondrá el guardapolvo y se irá con una sonrisa a encontrarse con sus chicos.
Fuente: http://www.lavoz.com.ar/defaultak.asp?edicion=/07/09/11/
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